Por doctor Edgar León
En Puerto Rico la Constitución garantiza a los ciudadanos el derecho a una educación de calidad, un derecho que ha sido fundamentalmente ignorado durante décadas.
El contrato social que el gobierno ha establecido con su pueblo —la promesa de preparar a los estudiantes para un futuro exitoso— ha sido violado sistemáticamente. Mientras nos concentramos en cancelar contratos como el de LUMA, el proveedor de electricidad, poco se ha hablado de la necesidad de cancelar el “contrato” del Departamento de Educación y su administración.
El sistema educativo tal como está, ha fracasado en su misión. En lugar de formar líderes y emprendedores con habilidades competitivas en el mercado global, está produciendo una población ignorante, diseñada para ser empleada por otros en lugar de crear sus propios negocios.
Este currículo, lejos de capacitar a los jóvenes para liderar, los prepara para ser parte de una maquinaria laboral que no fomenta la creatividad ni la independencia. El modelo educativo actual limita el pensamiento crítico, y en muchos casos, impide el progreso de aquellos que realmente desean aprender.
Este fracaso del sistema educativo ha permitido que la clase política mantenga el control sobre la población, utilizando la ignorancia como herramienta para gobernar con el miedo. Las decisiones políticas que afectan el bienestar y el futuro del país rara vez encuentran resistencia cuando las personas carecen de las herramientas necesarias para evaluar y comprender su entorno.
El problema se agrava aún más con la naturaleza corrupta y burocrática del Departamento de Educación. El dinero destinado a la educación se desvía hacia contratos innecesarios, alquileres de edificios y una inmensa red de empleos administrativos con vínculos políticos, en lugar de destinarse al desarrollo de un sistema de enseñanza eficaz.
La educación compulsoria, que debería ser una solución, en cambio se ha convertido en una carga, atrapando a estudiantes en un sistema que no les permite avanzar ni desarrollar su máximo potencial.
Aún peor, se culpa a los maestros del fracaso de los estudiantes cuando de por sí, no los dejan enseñar y le ponen de camisa de fuerza un currículo estéril, los obligan a pasar de grado a estudiantes que no saben leer, le quitan tiempo lectivo para completar actividades administrativas y papeleo auto creado por la administración central.
Este mal manejo de los recursos convierte al Departamento de Educación en la “gallina de los huevos de oro” para otras agencias gubernamentales, que, al igual que el propio Departamento de Educación, no cumplen con el contrato de proveer los servicios para los cuales fueron creadas.
Puerto Rico necesita un cambio radical e inmediato. Es imperativo cerrar el actual sistema educativo y comenzar desde cero, con un plan que ponga el 90% del presupuesto en manos de los maestros y en la enseñanza directa, y no en la administración burocrática con procesos de papel.
Necesitamos un sistema que fomente la innovación, el pensamiento crítico y el desarrollo de habilidades reales que sean útiles en un mundo globalizado, donde los jóvenes se sientan felices, y puedan ser no solo empleados si desean, sino también líderes, empresarios y ciudadanos capaces de transformar su sociedad.
Los estudiantes hace 30 años aprendían a cocinar, a construir con madera, a jugar con programas deportivos en los planteles, a bregar con sistemas eléctricos simples y con electrónica. Ahora solo es una cárcel donde son obligados a memorizar un contenido aburrido que viene del extranjero y que no aplica al niño de Puerto Rico.
Peor aún, se gastan dos semanas de periodo lectivo en la preparación de un examen estandarizado que no sirve para nada y que constantemente salen peor los estudiantes.
Solo cuando prioricemos la educación y dejemos de despilfarrar fondos en intereses políticos, en salarios y contratos para los que corren las campañas de los partidos en el poder y burocráticos, podremos comenzar a revertir los años de daño que se ha hecho a la población puertorriqueña. La educación debe ser la columna vertebral de nuestra sociedad, no el último eslabón en una cadena de corrupción y negligencia.